Relato de familia

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Relato de familia

Relato de la familia Cillovela

libro de misterio y suspense

LOS LADRONES DE DIENTES

Bellas Zagalas

Excepto para la abuela Avelina, que en ocasiones consideraba a su esposo un retrasado mental, para el resto de los vecinos de Cantoquinto Ciriaco Cillovela era un gran sabio. Un hombre de letras conocedor de los poetas griegos y los filósofos árabes, cuyas agudas observaciones desconcertaban a todos. Tenía una vaca a la que nunca ordeñaba y un huerto pequeño que daba tomates y cebollas en el mes de agosto. Pero su verdadero oficio era el de juez de paz: un trabajo sin remuneración alguna que ejercía con gran devoción en un pequeño despacho del ayuntamiento. Allí pasaba las mañanas sentado en su butaca de cuero. Sostenía sobre la palma de la mano el papel de fumar, agitaba en el aire los dedos de la otra en una ceremonia cuidadosa y, al tiempo que distribuía las hebras de tabaco a lo largo del papelillo, escuchaba con atención los alegatos de sus clientes, tratando de no distraerse con el brillo fugaz de sus dentaduras.

Luego, tras un pequeño silencio ritual y un ensayado carraspeo, modulaba una frase que nadie alcanzaba a comprender del todo, pero que, al venir inspirada desde los espacios infinitos, tenía propiedades consumatorias. De forma y manera que, en ocasiones, muchos días después, los vecinos podían deshacerse de la lógica habitual con la que enfrentaban las cosas, concebir un enfoque diferente del asunto que les encogía el espíritu o, al menos, encontrar un nuevo sentido a su sufrimiento.

—Muchísimas gracias, señor Ciriaco —declaraban conmovidos los aldeanos, ignorando que aquel hombre, pese a sus abundantes conocimientos, su templanza en las formas y esa actitud tan cercana y abierta hacia los demás, ocultaba bajo la tela de sus pantalones un inconfesable secreto.

Un secreto que nadie conocía, aunque rechinaba por todas partes.

Resonaba cada mañana bajo los soportales de la plaza a cada paso que daba el abuelo, en cada peldaño de la escalera del ayuntamiento que subía, pero, sobre todo, cuando estiraba las piernas bajo la mesa de su despacho y acariciaba con disimulo su sonajero de dientes, deslizando sus blancos dedos entre ellos para hacerlos chocar los unos contra los otros dentro de su bolsillo, con ese clic-clic-clic susurrante, ese tintineo casi mudo que hacen los dientes cuando se pretende ocultar al mundo su procedencia.

Y mientras los hacía sonar, los vecinos iban haciendo a ese hombre partícipe de sus pesares; disgustos derivados de cantones que se habían desplazado misteriosamente en mitad de la noche desdibujando las lindes entre las fincas, provocando altercados entre vecinos; malestares que afloraban con frecuencia en el seno de las propias familias, entre miembros que querían matarse debido a rencores larvados por viejas ofensas; desazones y angustias a menudo nacidas en origen de algún matrimonio de padres o abuelos mal avenido; envidia entre hermanos o simples cabezonerías de gentes con una única visión de la realidad. Y otras veces los lugareños demandaban la ayuda del viejo juez para que les resolviera asuntos más simples, como interpretar el contenido de una carta remitida desde la Administración que recibía algún vecino iletrado, al que el abuelo atendía con diligencia y amabilidad.

—Un millón de gracias, señor Ciriaco. Es usted todo un santo.

A cambio de sus servicios aceptaba gustoso el abuelo que le ordeñasen la vaca. También recibía huevos y miel, evitando con ello que sus conciudadanos cayeran en la vergüenza y en la rabia que genera la deuda contraída. Incluso admitía longanizas y chorizos, para no desequilibrar los afectos.

—La mejor posición para las relaciones, amigos míos, es la horizontalidad —solía decir al recoger los obsequios.

Y luego, después del banquete, descansaba un ratito en su banco de piedra junto a la puerta de la cuadra.

El abuelo Ciriaco se había sentado en aquella piedra desde que era un niño. Allí meditaba también de mayor sobre sus asuntos, viendo elevarse las columnas de humo de su tabaco de liar, observando a través de ellas el vuelo corvo de las torcaces, el de las abubillas, que revoloteaban entre las ramas de los pinos con la misma acrobacia que las mariposas. Allí contemplaba los problemas del mundo a través de los círculos blancos de humo que formaba entre sus labios de cuero, rodeado de dientes y muelas clavadas a martillazos sobre la puerta, o con alguna técnica de incrustado secreta que solo conocían los Cillovela.

La puerta de la cuadra estaba tachonada de piezas dentales, que eran el testimonio de la pasada presencia de centenares de parientes muertos, cuyos apellidos el abuelo podía recitar de memoria, como se recita un rosario de versos que se ha ido componiendo a sí mismo a lo largo de los siglos.

Y cuando recitaba el poema, su alta y huesuda figura proyectaba una sombra inclinada que subía serpenteando por aquella puerta. Una sombra que nadie apreciaba. Una sombra muy diferente de la de sus ancestros. Porque, aunque Ciriaco Cillovela compartiera con sus antepasados esa pasión desatada por la odontología, en realidad poco o nada tenía que ver con sus parientes muertos. Por algún particularismo incomprensible, había algo en aquel hombre que lo hacía diferente de los demás. Tal vez porque los dientes que coleccionaba jamás los incrustaría en la puerta. Pues ese hombre, al contrario de lo que hicieran desde siglos atrás los Cillovela, prefería guardárselos en el fondo de su bolsillo.

Pero, si había algo que sin ninguna duda lo diferenciaba de los demás, era que, sencillamente, los dientes que coleccionaba Ciriaco Cillovela no eran de ningún muerto de la familia.

Su esposa, al verlo regresar muchas noches con los cabellos blancos alborotados bajo la boina, la camisa por fuera de los pantalones y sus enormes tenazas escondidas entre el cinturón, lo tildaba de retrasado. Y también lo llamaba así cuando lo sorprendía sentado junto a la puerta de la cuadra, observando de reojo las dentaduras de las muchachas que regresaban de las huertas cantando y riendo con sus cestos de hortalizas y frutas sobre la cabeza.

—Que te has creído que yo soy muy tonta y me chupo el dedo —refunfuñaba la abuela.

—Métete en tus cosas, Avelina, aunque solo sea por una vez.

Entonces el matrimonio empezaba enseguida a discutir.

Y también empezaban los dolores en la tripa de Serafín cuando las discusiones se prolongaban demasiado en el tiempo, ya que, como sucede a menudo en todas las familias, las cosas se compensan por complejos mecanismos regulatorios y, muchas veces, gracias a la tripa de su nieto los abuelos dejaban de pelearse como por arte de magia. La abuela preparaba una bolsa de agua caliente y al niño le desaparecía el dolor al colocársela sobre la barriguita. Y luego, ya más tranquilo, se iba con el abuelo a sentarse en el banco de piedra junto a la cuadra para jugar un ratito con el pingüino blanco.

—Mira, Serafín —decía Ciriaco señalando con la barbilla la puerta de los dientes—, aquí descansan los restos dentales de todos tus antepasados. Vete acostumbrando a vivir con ese peso, hijo mío —añadía con ese tono solemne que empleaba cuando quería otorgar una nueva dimensión a las palabras.

Pero un día que se agachaba a recoger unos leños de encina para la estufa se le rompió el bolsillo del pantalón y, por la tarde, al estirarse en el banco de piedra se le salió un diente, rodó por el suelo y se detuvo junto a la punta de un zapatito de Serafín.

—Abuelo, ¿este diente de quién es?

Ciriaco, al ver que su nieto ya tenía suficiente conocimiento como para plantearse las cosas, no quiso engañar al muchacho.

—A veces el peso que dejan los muertos en el mundo es mayor del que quisieran los vivos. Pero este diente, hijo mío, no es de los nuestros —aseveró, y para fortalecer la confianza entre nieto y abuelo dejó que Serafín inspeccionase la pieza dental entre sus pequeños dedos. Luego despelucó la cabeza del niño permitiendo que lo guardase un momento en el interior del pingüino y se estiró sobre el banco de piedra para descansar un poquito las piernas.

—Mira Serafín, tienes que saber que la humanidad se construye en ocasiones sobre la barbarie, dejando a su paso cadáveres. Una vez descuartizados en el imaginario inocente de nuestros más inconfesables deseos, odiados y amados con equilibrio y ponderación, se produce un proceso digestivo complejo donde lo que queda, junto a un sentimiento de conmoción y agradecimiento hacia los que ya no están, constituye el cimiento de lo que cada uno somos.

Serafín abrió la boca un momento, respiró hondo con los ojos cerrados y todo el abuelo le olió a cuero. Aspiró el interior de su boina, la pulsera de cuero de su reloj, su monedero de cuero, su mirada suave de fino cuero…, y con aquel olor viejo mezclado con piel humana se sintió a salvo. Se miró los dedos de la mano. Estaban todos. Enroscó la cabeza de su pingüino con el diente dentro y lo hizo volar. Desde la rodilla del abuelo marcó tirabuzones ascendentes hasta su media sonrisa de cuero; pasó planeando después bajo las nubes, ya convertido en un avión plateado como el que un día lo llevó hasta ese pueblo volando cerca del sol, bajó lentamente transmutado de nuevo en pingüino, sujeto por un gigantesco paracaídas con forma de medusa blanca, pero en mitad del descenso tuvo que dar media vuelta y regresar al origen, pues se había olvidado de algo que recordar. Volvió de nuevo a caer, esta vez en zigzag, sorteando las dimensiones del presente entre sus pequeños dedos, congelando el tiempo entre las nubes, mecido por esa medusa de recuerdos difusos ajustada sobre la espalda de plumas de porcelana de su pingüino, muy despacito, hasta aterrizar de nuevo en las rodillas de su abuelo parcheadas de cuero porque, en aquellos tiempos, las cosas siempre partían y regresaban desde el mismo sitio.

Ciriaco sacó de su chaleco una petaca de cuero y se lio un cigarrillo. Miró a lo lejos, a los pinares, por donde solía desaparecer en la oscuridad de la noche con sus tenazas y observó con cariño a su nieto, para comprobar que aún seguía allí, soñando libre con su pingüino blanco, jugando sin peligro alguno.

Serafín se guardó su animalito en el bolsillo del pantalón después de devolver ese diente a su abuelo y, luego, tras bajarse del banco, pasó la yema de su dedo muy despacio sobre la superficie redonda de una muela torcida que había clavada bajo las argollas de la puerta de la cuadra.

—Esa pieza perteneció a tu tatarabuela Balbina, que era la mujer más miope y nerviosa que jamás ha existido en el mundo —explicó el abuelo, y Serafín abrió la boca durante unos segundos haciendo una mueca y la volvió a cerrar—. Sí, nieto mío. Las historias de las familias siempre arrastran el misterio profundo que encierran los ecos de la existencia.

El niño, lleno de orgullo, lo escuchaba con admiración, por todo lo que sabía su abuelo.

Aunque en ocasiones el hombre no conseguía terminar una frase al distraerse ante el caminar orgulloso de alguna joven muchacha. Esas bellas zagalas que miraban a veces de reojo al pasar, que sonreían a veces dejando al desnudo sus radiantes dentaduras blancas. El abuelo se fijaba. Le bailaban las pupilas. Incluso la derecha, apenas visible tras la nubecita blanca que le atravesaba la córnea. Serafín se daba cuenta enseguida, pero era su abuelo y tenía que guardar su secreto.

—Perdona, hijo mío, se me fue el santo al cielo…

Y de vez en cuando, algunas de esas muchachas se detenían un segundito para saludar.

—Hay que ver cómo está creciendo su nieto, señor Ciriaco.

—Ya veis, chicas. Los años, que nunca pasan en balde.

—Pero usted se conserva de maravilla.

—Qué majas sois. Ay, que…, si no estuviera casado…

Y entonces las muchachas se alejaban corriendo, sin parar de reír, tapándose la boca con las manos.

Tilo Candela

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