Relato de misterio

Relato de Misterio

Ordalía

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Mientras caminaba hacia el vehículo negro estacionado bajo la farola, Serafín Cillovela no sintió ningún miedo. Tal vez porque en ese momento comprendió que su cuerpo ya no le pertenecía en absoluto. Tal vez porque la única idea que habitaba su cabeza era el recuerdo de la hermana del Rubio bailando sobre el escenario con los bajos de los vaqueros deshilachados, una pulsera de cuero sobre el tobillo izquierdo y dos deliciosos pies, ágiles y bronceados. El resto del cuerpo mejor ni mirarlo. Si había algo más perfecto en la naturaleza, Serafín lo desconocía. Estaba tan guapa que podría haber dado naranjas. Pero con doce años hay demasiadas cosas imposibles de alcanzar, porque, con esa edad, por mucho que te guste una chica de diecisiete brincando descalza sobre las tablas, la única parte de su cuerpo alcanzable a la altura de los ojos, son sus pies.

Nunca sus dientes.

Pero Serafín no podía dejar de pensar en sus dientes.

Ni siquiera cuando se encendieron los faros del vehículo negro estacionado bajo la farola, como una señal de advertencia para que detuviera sus pasos.

Continuó caminando hacia él, con los ojos un poco entornados por el fogonazo mientras recordaba la sonrisa de la cantante cuando se despedía entre aplausos, entre los desgarradores lamentos de la guitarra eléctrica y el último redoble de la batería, rodeada de toda esa luz, que la hacía parecer una diosa adolescente cuando agitaba los brazos al aire y sonreía a su público enardecido, que la vitoreaba desde todos los rincones de la plaza.

Solo que ahora la plaza ya estaba medio oscura, vacía, y la única música que podía escucharse sonaba enlatada y metálica dentro de aquel sucio coche aparcado bajo la farola.

Cuando el tipo que estaba al volante encendió un cigarrillo en el oscuro habitáculo, Serafín Cillovela tampoco sintió ningún miedo, pues la única idea que le atormentaba era que, pese a haber permanecido en la primera fila durante el concierto, la hermana del Rubio no le había dedicado ni una sola mirada en toda la noche.

Continuó sin detenerse hacia el vehículo negro, arrastrando los pies sobre restos de serpentinas y colillas. Crujían los vasos de plástico pisoteados mientras recordaba la cara que le había puesto la cantante cuando, tres horas antes de subirse al escenario, él le había declarado su amor. Un amor que no tardó en rechazar, alegando que aún era demasiado pequeño para una mujer como ella. Tanto le apenó el recuerdo de aquel rechazo, que ni siquiera llegó a darse cuenta de que llevaba ya un buen rato plantado frente a la puerta del sucio coche aparcado bajo la farola.

El tipo que estaba al volante tenía todo el aspecto de alguien que acaba de salir de prisión. Un tipo duro, sin duda, de esos que te miran fijamente tras el cristal de su coche con el cigarrillo en la boca retorcida. En cambio, Serafín Cillovela no podía dejar de pestañear. Le pasaba sobre todo cuando estaba nervioso por algo y en ese momento, al rememorar de nuevo el rechazo de la cantante, se apropió de los músculos de sus párpados una ráfaga de pestañeos intermitentes: pequeñas descargas que aparecían siempre sin avisar, acompañadas de movimientos involuntarios que en ocasiones le abducían hasta la boca y tironeaban de ella, dejándosela abierta durante unos cuantos segundos interminables. Al contemplar el reflejo de su boca en el cristal del coche aparcado bajo la farola, comprendió que la hermana del Rubio rechazara su amor. Porque en ese momento él tampoco vio nada que le gustara.

Y no. No era horrible por feo, ni siquiera por aquella pequeña espinilla hinchada de pus en mitad de la frente reflejada en el cristal de ese coche, sino por el hecho de poseer un rostro impreciso, de formas todavía por determinar. Un rostro que, en realidad, podría haber sido el rostro de cualquiera. Tenía la cara por hacer. Los pómulos por definir. Y una pelusilla indecisa bajo la nariz que nunca terminaba de animarse a salir al mundo del todo y todo su rostro era un descampado en mitad de la nada. Algo que podía confundirse con cualquier otra cosa: con los contornos desdibujados de la fuente del Pirata entre las zarzas del río —donde, según el Rubio, nunca había existido ningún pirata—, incluso con la forma imprecisa de la roca del Elefante —donde, según el Rubio, tampoco había ningún elefante—. Y Serafín pensó, con tristeza, que su rostro tampoco tenía una forma muy clara y que su gesto, en consonancia, no mostraba ninguna expresión en concreto. Solo esa pena enquistada alrededor de los ojos, propia de los que están destinados a caminar sobre los oscuros senderos de los inconclusos, de los que no paran de dar vueltas y vueltas entre las sábanas casi toda la noche, rezando por transformarse algún día en cualquier otra cosa diferente de lo que son.

Entonces también recordó, con muchísima pena, su propio rostro reflejado en el espejo roto de la habitación de su cuarto, hacía apenas tres horas, después de que la hermana del Rubio le dijese que no. Un gesto que trató de recomponer como pudo en aquel espejo:

si levantaba una ceja,

él también.

Si arrugaba la frente,

él le seguía el rollo.

Pero al pensar en abotonarse la camisa sí tuvo miedo de que su reflejo se le adelantara o, lo que sería aún peor, de que su rostro aún permaneciera encuadrado en el espejo roto de su cuarto mientras él se alejaba hacia la puerta para regresar al lugar donde la hermana del Rubio le había rechazado, para, al menos, poder oírla cantar.

Y cuando aquel tipo chungo, que estaba dentro del vehículo negro estacionado bajo la farola estrelló contra el cristal una bocanada de humo, Serafín se dio cuenta de que él sí tenía los rasgos de la cara muy bien definidos, un gesto rotundo y cuajado y una mirada penetrante que nunca dejaría de brillar en la semioscuridad del habitáculo, entre todo ese humo que, pese a su densidad, apenas conseguía desdibujarle los rasgos, esos rasgos de delincuente, de uno de esos delincuentes que frecuentaban el barrio vendiendo droga, o tal vez de un ladrón de bancos.

Entonces el supuesto ladrón de bancos se llevó con lentitud el cigarrillo de nuevo a la boca y Serafín Cillovela sí que sintió un poquito de miedo. Aunque no tanto como cuando se contempló en el espejo roto de su cuarto, poco después de incrustar en el ojal el último botón de la camisa, ya casi a oscuras, sosteniendo la llama de un mechero bajo la barbilla, castigándose a sí mismo por tener ese rostro sin terminar de fraguar; el espejo ovalado, sin marco, con esa raja que atravesaba su rostro deformado por las oscuras sombras que subían tenebrosas hasta sus párpados, que también daban bastante miedo. Aunque no tanto como el que sintió al acercarse a la hermana del Rubio para preguntarle: «¿Te vienes conmigo a contemplar los confines del mundo desde lo alto de la roca del Elefante?».

Y mientras volvía a rememorar el rechazo, el tipo del vehículo le dio otra calada a su apestoso pitillo. Tenía las manos grandes y la boca grande, con dos dientes grandes partidos a la altura de la cicatriz que recorría su labio, y las mangas de la camiseta cortadas a la altura de los hombros, pero no como los de la pandilla de Caño Grande, que bajaban muchas tardes por las cuestas del río entre cánticos de guerra con sus pajarracos negros atados a las muñecas con cadenitas y los brazos tatuados de calcomanías. No. Porque los tatuajes de aquel hombre sí que eran de verdad y estaban incrustados en sus carnes con la rotundidad de lo incorregible. Y su boca era feroz. Como la de aquellos monstruos que Serafín veía en los libros de su abuelo, el hombre que lo había criado desde que era un bebé y al que había tenido que dejar solo en su pequeño pueblo. O tal vez como la de ese Dios tan cruel que aparecía en los textos del colegio al que asistía en aquella ciudad, donde todos los niños normales tenían padres y madres. Un Dios que determinaba el destino de los hombres en las ordalías de la Edad Media cuando tiraban a los infieles a la hoguera y Él, impasible, decidía si se quemaban o no o si una luz del infierno detenía el hacha que avanzaba sobre sus cuellos retorcidos contra la tierra, pues esa era la diferencia entre tener o no tener derecho a existir.

Y al tiempo que pensaba esas cosas observó que la ventanilla de la puerta trasera del coche tenía bajado el cristal. Sin sentir ningún miedo y a pesar de que el olor a tabaco le mareaba un poco, aprovechó para introducir la cabeza, apoyó ambas manos en la puerta y se coló dentro del vehículo, hasta la cintura. Sus pies quedaron separados del suelo, flotando misteriosamente en el aire.

El hombre de la cicatriz pegó un respingo en el asiento y se giró bruscamente con el codo apoyado en el respaldo, lo miró con fijeza a los ojos, como buscando en las pupilas del chico alguna especie de burla o mueca de desafío.

Pero Serafín Cillovela no pretendía burlarse de él.

Solo sostenía su mirada con gesto ausente, sin acabar de comprender bien del todo qué coño hacía allí, con la cara estrujada contra el asiento de escay y los pies por fuera de la ventanilla, como un cordero entregado por completo a la decisión que los cielos tuvieran a bien ofrecerle, dejando en sus manos y en las de aquel tipo las riendas de su destino, sin buscarle otra lógica a la situación que la de permanecer allí, un rato más, esperando a que la suerte acabara de decantarse en cualquier dirección, paladeando entre ráfagas de parpadeos la nostalgia de toda esa luz derramada sobre la boca de la cantante.

Lo único que le aterraba en ese momento era pensar que tal vez nunca más volvería a verla, porque sabía que en los planes de ella no entraba la idea de acompañarlo hasta la roca del Elefante para observar los confines del mundo, porque sabía de sobra que aquella noche la hermana del Rubio tenía pensado escaparse con el batería del grupo hacia otra ciudad, y lo sabía porque su amigo el Rubio los había escuchado hacer planes mientras se comían a besos en el garaje del bloque. Y cuando su amigo el Rubio le gritó en el oído el secreto en mitad del concierto, a Serafín se le abrió de repente la boca y, tras decenas de parpadeos involuntarios la imagen de la cantante pareció moverse a cámara lenta, como en esas películas antiguas de fotogramas cortados: sus pies descalzos saltando de un lado al otro del escenario; el micrófono plateado alejándose, acercándose, una y otra vez hasta sus labios; y, por fin, esa boca que dejaba al desnudo sus maravillosos, arrebatadores, bellísimos dientes blancos. Unos dientes un poco separados bajo su graciosa nariz que le proporcionaban un aire ligeramente salvaje e irreverente cuando la enchufaban los focos, un aspecto salvaje pero distinguido a la vez que la hacía parecer una diosa adolescente bajo toda esa luz.

Mientras la recordaba, con la cabeza estrujada contra los asientos de aquel sucio coche aparcado bajo la farola, presintió que muy pronto una lágrima gorda le recorrería por la mejilla. Y volvió a rememorar con nostalgia aquel momento en que la cantante se agachaba para ajustar la pulsera sobre su tobillo izquierdo. Él aprovechó ese efímero instante para imaginarse acariciándole los flecos de los vaqueros y apartar con cuidado los caracolillos rubios que le caían sobre la frente, para luego introducirle un dedo entre los labios y deslizar, muy despacio, la yema por sus encías, un acto que de solo pensarlo le producía un pequeño estremecimiento de placer en el cuello torcido, un gesto al que ella seguro que correspondería con una dulce caricia.

Y Serafín Cillovela sintió resbalar en su mejilla la ternura de aquella dulce caricia que no se había producido jamás, al comprender que la peor de las nostalgias era renunciar al recuerdo de lo que nunca se había tenido.

Lo único que tenía ahora era la cabeza aplastada contra el asiento trasero del coche negro estacionado bajo la farola.

El humo apestoso se le colaba por la nariz.

Toda esa música machacona de chunda-chunda.

La mirada del tipo asomaba entre todo ese humo, casi inexpresiva, como si en su lógica tampoco cupiera la idea de buscar demasiado sentido a las cosas, de tener que encontrar siempre a todo un porqué. Tal vez ese tipo tampoco necesitaba conocer en profundidad cada una de las motivaciones que le impulsaban, como si para realizar ciertos actos no necesitara demasiadas razones.

Pero mientras Serafín lo contemplaba desde aquella posición tan incómoda, percibió en sus pupilas el brillo que contiene la astucia de los que no se dejan engañar fácilmente, de los que diferencian a la legua cuándo alguien pretende joderlos.

Y él no quería joderlo.

Pues si hubiese pretendido joderlo no estaría así, en esa posición tan incómoda y vulnerable en la que podría recibir una terrible paliza sin oponer resistencia ninguna.

Serafín solo lo contemplaba sin ninguna segunda intención, con esa mirada perdida de los que ya no tienen mucho más que perder; lo contemplaba y sentía la dulce herida de la nostalgia, al recordarse a sí mismo caminando entre las serpentinas pisoteadas y las colillas hacia ese sucio coche aparcado bajo la farola, hace solo un momento, pues, debido a su enfermedad, las cosas sucedían en su mente con un pequeño retardo de tiempo que lo contenía todo.

Y entre todos esos recuerdos, el tipo de la cicatriz lo seguía observando sin ninguna expresión en concreto y el chico sostenía su mirada a través de todo ese humo, entre decenas de parpadeos que se apropiaban de los músculos de sus ojos, ya un poco harto de escuchar esa música fría y repetitiva chunda-chunda que te golpea siempre en el mismo sitio, que se diría compuesta por el mismísimo diablo en el mismísimo infierno.

Y entonces, Serafín Cillovela, que ya no podía aguantar más ese ruido, frunció el ceño, y después de acabar de introducirse en el vehículo a través de la ventana se sentó muy derecho en el asiento, miró al tipo de la cicatriz fijamente a los ojos y, sin pestañear, le pidió amablemente que apagase la maldita música y que, por favor, acabase de una jo-di-da vez aquel apestoso pitillo que ya le estaba empezando a dar dolor de cabeza. Y luego, con cortesía, pero sin remilgos, le ordenó que arrancase el motor y le llevase de nuevo hasta el escenario vacío de la plaza.

Porque necesitaba verlo vacío por última vez, explicó.

Porque con doce años uno necesita explorar el misterio de la existencia, para poder comprender si tiene derecho a seguir respirando o si ha hecho algo sin darse cuenta para ofender a los cielos. Y, si ese es el caso, que los cielos decidan el final de esta historia.

Porque yo ya no puedo, añadió en tono muy serio.

Porque con doce años uno se puede permitir estas cosas, que siempre resultan más sencillas que representarse en la mente que eres hijo de tus abuelos, ya que todos los chicos de mi nuevo colegio lo niegan.

Porque allí todos tienen padres y madres y Tú no tienes ni puta idea de lo que es no tenerlos, dijo el muchacho para rematar, tal vez solo para desahogarse un poco después de una noche terrible, aprovechando que el hombretón de la cicatriz no terminaba nunca de reaccionar. Y el tipo de la cicatriz, con todo el cuerpo girado hacia atrás, tiró el cigarrillo por la ventana, se sentó muy derecho y, después de apagar la radio y encender el motor, condujo despacio sobre los restos de serpentinas, colillas y vasos de plástico pisoteados. Y tú no tienes ni puta idea de lo que es sí tenerlos, dijo sin ocultar la tristeza el hombretón de la cicatriz en la boca mientras cerraba los puños sobre el volante, después de haber detenido su coche frente al escenario vacío donde ya no se escuchaba nada ni quedaba nadie, tan solo tres hombres solitarios subidos sobre unas escaleras muy largas, desmontando los últimos focos de colorines apagados bajo las estrellas.

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Relato de Misterio de Tilo Candela, perteneciente a la novela de intriga Los Ladrones de Dientes