Relato Mala Estrella

Cuento Corto para Adultos
Relato Mala Estrella para leer gratis online
Los ahorcados que se ahorcan en los parques de los niños tienen que querer decir algo. El que se ahorcó en aquel barrio era vecino de una tía del Cachuli, pero el Rubio y él no llegaron a tiempo de verlo colgado. Cuando llegaron allí, solo había una cinta policial alrededor del columpio donde se ahorcó.
El Cachuli dijo que lo habían encontrado de madrugada, que lo había dicho la radio y también su tía, que había llamado por teléfono a primera hora de la mañana para comunicar la noticia, añadiendo que al ahorcado le faltaba un zapato.
Pero cuando llegaron allí no quedaba ya nada. Ni el ahorcado, ni la soga, ni el zapato ni nada. Solo esa cinta policial. Eso les hizo pensar que el ahorcado estaría ya en el depósito de cadáveres y que, en el caso de no haber dejado ninguna nota de suicidio, solo él conocería los motivos de sus actos, llevándose aquel secreto hasta la tumba.
Durante las semanas siguientes ningún niño se atrevió a columpiarse ya allí, excepto el Cachuli, que sabía muchísimas cosas sobre la muerte. Decía que la policía secreta investigaba con minuciosidad los casos de muerte por ahorcamiento en los parques de los niños y que lo primero que buscaban era la nota de suicidio, que según la forma de suicidarse significaba una cosa o la otra, pues no es lo mismo quitarte la vida en el parque de los niños que arrojarte desde la azotea hacia el patio de luces de tu propio edificio, para que tu madre, que vive en el bajo, sea la primera en encontrar el cadáver.
Lo sabía porque su tío Paco se mató así.
—Pues tu tío Paco debía tener mucha rabia escondida —comentó el Rubio sin dejar de mirar el columpio con cara de alucinado.
El Cachuli escupió de lado y dijo que su tío Paco solo era un pobre borracho y que, para conmemorar su muerte, su padre y el resto de los hermanos, cada veintisiete de julio a las doce menos cuarto de la mañana se reunían en el cementerio para derramar vino y orinar sobre su tumba. Pues fue justo un veintisiete de julio, a esa misma hora, cuando su tío se despanzurró en el patio de luces del edificio junto a la ventana donde su madre le estaba preparando un cocido. Y allí acabó su tío Paco (tendido de bruces sobre un pretil de cemento tras partir con el pecho un macetero de rosas que su madre solía cuidar con todo el cariño), mirando a la mujer con los ojos vacíos después de escupir un coágulo de sangre pegajoso y espeso, que ella vio escurrirse por el cristal de la ventana de la cocina donde preparaba el cocido.
Por ese motivo, el padre del Cachuli y todos sus tíos, después de orinar sobre la tumba del hermano, derramaban por encima de la lápida una botella de vino barato, el más barato que encontraban, de ese tan malo que solo sirve para guisar. Porque, claro, además de por ser un borracho, el día que su tío se arrojó desde la azotea del edificio le dio un buen disgusto a la pobre mujer.
El Cachuli decía que esa costumbre de mear sobre la tumba del tío era una especie de ritual. Era como decir: «Tú has querido joder a la familia, pues ahora te jodes tú, porque ahora ya tenemos una excusa más para rejuntarnos».
Por eso el Cachuli sabía tanto de esos asuntos.
En cambio en la familia del Rubio apenas se reunían, si acaso en las bodas y comuniones o por Navidad, ya que allí nadie había muerto de esa manera, pues todos se morían de enfermedades normales, en circunstancias normales, casi siempre de viejos, bien arropaditos en sus propias camas. Menos su hermana Azucena, que muchos años después fallecería arrollada por un gigantesco autobús, el resto de sus parientes morían como muere casi todo el mundo, de una manera normal.
La del Rubio era una familia corriente, de gente sencilla.
Su hermana Azucena ni siquiera se arrojó a las ruedas de aquel autobús. Qué va. La muy tonta había cruzado la calle sin mirar, nada más. Ni siquiera intervino la policía secreta, ni hubo investigación, ni nada. Los viandantes declararían que ella solita había cruzado la calle distraída, no como en el caso del tío del Cachuli, en el que tuvieron que acudir los investigadores y subir hasta la azotea para tomar huellas de la barandilla y descartar que alguien lo hubiera empujado al vacío.
El Cachuli también decía que, en las familias como la suya, donde ha muerto mucha gente de enfermedades raras, suicidio y accidentes de moto, existe una idea muy particular sobre el destino.
—Mala estrella. En mi familia tenemos todos mala estrella.
Eso decía.
Y también decía que él iba a morirse muy joven, por tradición familiar.
El Rubio, sin embargo, estaba convencido de que viviría hasta hacerse muy viejo, porque su padre no paraba de repetirle que tenía que estudiar mucho para tener una buena jubilación.
—Tú estudia mucho y así podrás tener una buena jubilación —decía, porque en su familia casi todos se morían de viejos.
El Rubio estaba convencido de que si su hermana Azucena hubiese nacido en la familia del Cachuli, se habría arrojado a las ruedas de aquel autobús ella sola, sin pensarlo dos veces.
O la habría empujado alguien.
Fijo.
Fijo que sí.
La policía secreta se hubiera presentado en el lugar del atropello y habría acordonado la zona con cintas, como las que había en el parque del ahorcado.
—¿Y tú por qué crees que se habrá ahorcado? —preguntó el Rubio.
El Cachuli levantó con mucho cuidado la cinta policial, carraspeó un poco y escupió de lado.
—Seguro que tenía muy buenos motivos para hacer lo que hizo, pero, claro, si no dejó ninguna nota, se llevó ese secreto hasta la tumba.
Desde ese día, a ese parque le decían el parque del Ahorcado, igual que le decían a la roca del Elefante la roca del Elefante, o a la fuente del Pirata la fuente del Pirata. Y todo tenía un motivo. Una lógica. Aunque en el caso del parque del Ahorcado era distinto. Tenía, además, un fundamento. Porque en la roca del Elefante no había ningún elefante, solo tenía la forma, y eso no estaba del todo claro, ya que dependía muchísimo desde dónde la miraras. Y con la fuente del Pirata pasaba tres cuartos de lo mismo. Allí nunca hubo ningún pirata.
Pero en el caso del parque del Ahorcado el término tenía una justificación muy sólida. Podías saltar la cinta policial, poner tu culo en el columpio y balancearte mirando al cielo bajo la barra de hierro oxidado donde se colgó aquel hombre. O trepar por la cadena del columpio hasta aquella barra y tocar el óxido que se acumulaba encima. Incluso podías comerte tan tranquilo una bolsa de pipas sentado en el banco de madera, justo al ladito
de la estructura de hierro donde, si hacía muchísimo viento, el columpio se mecía solo.
—¿Y tú crees que habrá dejado una nota?
El Cachuli escupió de lado. Siempre lo hacía antes de decir alguna cosa importante. Escupía por el agujero de un diente que tenía roto levantando el labio superior con muchísima gracia, retorcía la boca y soltaba un salivazo certero con el que a veces podía acertarle en pleno vuelo a una mosca.
—Pues si dejó o no dejó nota, eso no podemos afirmarlo con absoluta certeza —afirmó el Cachuli con absoluta certeza después de escupir de lado, mientras se sentaba en el columpio. Luego dijo que alguien podría estar grabando la conversación y le pidió al Rubio que hablara más bajo. Tomó impulso levantando las piernas al aire.
—No hables tan alto, que nos van a oír —repitió—, y no mires ahora, que hay un tipo muy extraño que nos está observando desde una ventana.
—¿Y tú crees que habrá dejado una nota?
El Cachuli volvió a escupir desde el columpio.
—Habrán mirado bien en los bolsillos del muerto, seguro, seguro que sí, siempre lo hacen; miran los bolsillos de los muertos y si encuentran alguna nota comprueban que la letra coincida con la del muerto, la comparan y así detectan las diferencias: comparando. —Eso decía el Cachuli, meciéndose entre el chirrido de las cadenas—. Y si la letra no coincide, enseguida deducen que la ha escrito otro —añadió.
—¿Pero para qué quieres que otro te escriba una nota de suicidio?
—¿Eres tonto o qué te pasa? —increpó el Cachuli tras escupir de esa forma tan peculiar que él tenía—. Si la nota la escribe otro, ese otro es un cómplice, y entonces los investigadores abren nuevas vías de investigación.
El Cachuli sabía muchísimo de investigaciones, porque a su padre le habían roto muchas veces el cristal de la nave para robarle los conejos y la policía secreta había investigado tomando huellas.
En su familia siempre que pasaba una desgracia se tomaban muchísimas huellas.
Total, que al Rubio no le quedó muy claro si aquel hombre había dejado una nota y se lo volvió a preguntar.
—Si lo hizo o no lo hizo, nosotros no podemos saberlo —volvió a repetir el Cachuli después de lanzarse sobre la arena con el último impulso del columpio—. Lo único que podemos hacer, en este caso en concreto, para conocer más detalles, es seguir a la viuda del ahorcado —añadió con un encogimiento de hombros.
A partir de entonces los dos dejaron de asistir al colegio para poder montar una vigilancia en condiciones y aclarar, de una maldita vez, aquel turbio asunto. Pero, claro, el padre del Rubio no podía enterarse porque quería que su hijo estudiase para tener luego una buena jubilación, por lo que el Cachuli se vio obligado a sobornar al delegado de clase con una rotunda amenaza de muerte en el caso de que se le ocurriese, la tontería, de apuntar las faltas en el cuaderno de clase.
—Es solo un pacto que tengo con él —explicó el Cachuli—, una muestra de respeto mutuo: tú me respetas y yo te respeto; así de sencillo. No hay que darle más vueltas, Rubio.
Con los profesores pasaba tres cuartos de lo mismo.
—Es otro pacto entre caballeros —aseguró el Cachuli después de escupir de lado, pero el Rubio estaba convencido de que los profesores hacían la vista gorda para poder dar, por fin, una clase en completa paz, sin el Cachuli armando líos cada dos por tres, como siempre hacen los que, por destino, saben con toda certeza que han de morirse muy jóvenes.
El caso fue que con aquellas estrategias los dos ganaron muchísimo tiempo libre para poder seguir a la viuda del ahorcado y descifrar el enigma.
Si hacía frío, la esperaban dentro de su portal. El Cachuli sacaba las cartas de los buzones y quemaba la correspondencia para calentarse un poco. Por el nombre de los buzones, el Cachuli podía saber muchísimas cosas de la gente que vivía en el bloque: su nombre, su sexo; qué aficiones tenían, si las tenían, y a qué oficio se dedicaban.
—Si no te lo crees, los seguimos cuando salgan y te lo demuestro. ¿Qué pasa? ¿Que ya no confías en mí? —preguntó el Cachuli, lanzando un salivazo de lado antes de entrar en el ascensor, donde solía orinar cada mañana, ya que, por tradición familiar, el Cachuli siempre meaba en los lugares más insospechados.
El Rubio lo esperaba impaciente hasta que salía por la puerta del ascensor retorciendo la boca, subiéndose la bragueta, con esa chulería que tienen los que saben muchísimas cosas sobre la muerte.
Por el tiempo que duraba el rugido de los motores el Cachuli deducía enseguida en qué piso se había detenido aquel aparato y podía saber, por el ruido de la puerta, si había salido alguien de la derecha o de la izquierda.
Entonces señalaba con el dedo al buzón.
—Ese viene del segundo derecha: Adolfo del Monte. ¿Lo ves? Seguro que es abogado.
Y cuando Adolfo del Monte salía del ascensor con cara de pocos amigos, chapoteando en orín, empuñando con rabia el asa de un magnífico maletín negro, el Cachuli miraba al Rubio de reojo con gesto de profunda satisfacción mientras el tipo se limpiaba la suela de los zapatos en el felpudo, contemplando con el ceño fruncido las cenizas de las cartas quemadas.
—¿Qué te había dicho…? Abogado —aseguraba el Cachuli propinándole al Rubio un pequeño codazo después de que el tipo saliera por la puerta blasfemando en voz baja, como blasfeman siempre los abogados.
Cuando la viuda del ahorcado salía del ascensor al Rubio le daba un poco de pena. Era una mujer muy simpática, de las que van casi siempre con falditas cortas de colorines, pero nada que hiciera sospechar nada más.
La seguían de cerca cada mañana hasta el mercado de abastos…, y nada.
El Cachuli decía que se pueden saber muchas cosas sobre los ahorcados sin necesidad de encontrar a la fuerza una nota de suicidio. Lo sabía porque otro de sus tíos, que era funcionario de prisiones, conoció a un tipo que se suicidó muchas veces y jamás dejó nota. Pero en ese caso a los investigadores no les hizo ninguna falta para descifrar el enigma. Aquel hombre siempre se suicidaba de la misma forma: echaba una soga construida con sábanas sobre la cisterna de su celda y se colgaba del cuello. Y así un día tras otro, hasta que una mañana se suicidó por última vez. Lo encontraron de madrugada con los pantalones cagados, oliendo a mierda que tiraba para atrás, y le faltaba un zapato, como también le faltaba un zapato al hombre que se ahorcó en aquel parque. O eso dijo la tía del Cachuli, una mujer muy cotilla que siempre se enteraba de todo.
El tío del Cachuli vio que el zapato del preso estaba tirado en el suelo, al fondo de la celda, bajo la mesa, y se agachó a recogerlo.
Cuando llegaron los investigadores lo metieron en una bolsa de plástico, sacaron huellas de la tapa del inodoro y descubrieron que se había deslizado. No como en el caso del hombre que se quitó la vida en el parque de los niños, que si se había deslizado
sobre el columpio ellos no podían saberlo. Porque no tenían esa información.
Eso fue lo que respondió el Cachuli cuando el Rubio se lo preguntó.
—Nosotros no tenemos esa información. No lo podemos saber.
Y, claro, tampoco podían saber si a ese hombre se le deslizó el zapato en el columpio o si enrolló los columpios en la barra antes de colgarse del cuello. No podían estar seguros de eso. Al menos no tan seguros como en el caso del preso que se colgó de la cisterna.
Porque en el caso del preso que se colgó de la cisterna estaba todo más claro.
Los investigadores encontraron muchísimos arañazos en la tapa del wáter, de una china que se le había quedado incrustada en los dibujos de la suela de su zapato.
El tío del Cachuli le había explicado al Cachuli que aquel preso, en realidad, no pretendía suicidarse, que solo se suicidaba para llamar la atención, pero algo le salió mal ese día, en el último momento.
Un fallo.
Un error de cálculo, dijo.
Y también dijo que cuando un suicida no consigue suicidarse a la primera se dice «tentativa de suicidio», y esas sí que le parecieron al Rubio palabras bien técnicas, no como la roca del Elefante, de cuya forma nunca podías estar completamente seguro del todo. Y entonces le preguntó al Cachuli si, en el caso de aquel preso, en el informe forense habían escrito como causa de la muerte «suicidio accidental».
—Y yo qué cojones sé. No soy una puta enciclopedia —respondió el Cachuli, que ya empezaba a estar harto de seguir todas las mañanas a la viuda del jodido ahorcado.
—Pues si quieres, por mí, dejamos de seguirla, ¿no te jode?, que al final la idea fue tuya —protestó el Rubio.
Y así fue, porque, total, la viuda del ahorcado nunca hacía ningún movimiento extraño.
Nada.
Nada que hiciera sospechar nada raro.
Las viudas de los ahorcados se comportan como cualquier otra viuda, como la viuda de un maestro o de cualquier otro hombre que ha fallecido por enfermedad, por accidente o incluso brutalmente asesinado con un bate de béisbol. No existe gran diferencia. La mujer salía de su casa cada mañana, compraba el pan y la leche, echaba la quiniela en el estanco y nada, nada de nada, por eso la dejaron de seguir, porque ¿para qué? Además, lo que sí estaba claro era que aquel hombre, al no haber dejado ni siquiera una miserable nota de suicidio, se llevó el secreto de su muerte hasta la tumba.
Tilo Candela
Relato Mala Estrella perteneciente a la novela de misterio Los ladrones de dientes